miércoles, 13 de julio de 2016

Cómo conocí a vuestro tío - Parte III: El chico de la camiseta azul


Chicos, toda ruptura traumática, además de seguida de un período de duelo y de imprecaciones, siempre va acompañada, de forma ineludible, de lágrimas. Y las lágrimas se secan con un clínex, a ser posible en forma de buen chico, comprensivo y generoso. Mi clínex fue el chico de la camiseta azul.

Aunque hoy no me sienta orgullosa de que nuestra relación quedara reducida a unos cuantos restos de celulosa empapada, sé que tuvo que pasar y no me arrepiento. Porque el chico de la camiseta azul me enseñó muchas cosas, como cuánto puede sanar una sola mirada a una persona abatida por los golpes, lo racionales que pueden parecer algunas locuras cuando dos personas padecen los mismos síntomas o lo fácil que resulta que las cosas marchen bien en una relación sin que nadie tenga que hacer cada día un esfuerzo titánico para que no se vaya por el desagüe.

El chico de la camiseta azul me enseñó todo eso, pero también me enseñó la lección más grotesca que aprendí en mi juventud: que los seres humanos somos naturalmente gilipollas antes de cumplir los veinticinco. ¿Os acordáis de la metadona? Volvió. Y yo me pregunté qué tal sería inyectarme de nuevo solo unos mililitros más. Y el chico de la camiseta azul sufrió. Y empecé a recibir ramos de flores y paquetes de regalo con orígenes distintos, y mensajes en el móvil a las cinco de la mañana. Y la celulosa se empapó más y más. Y me vi a mí misma en la tesitura de tener que elegir entre lo malo conocido y lo bueno por conocer, cuando, en el fondo, todos sabíamos que la decisión estaba tomada desde que la metadona se había presentado de nuevo ante mi puerta. Y, al final, como no podía ser de otra manera tratándose de mí, el malo ganó al final. El chico de la camiseta azul se esfumó. Y mi cerebro cortocircuitó.

Pero justo antes de que yo cortocircuitara, justo antes de que el chico de la camiseta azul se desvaneciera y justo antes de que la metadona ganara la batalla, cuando todavía me hallaba en pleno dilema moral conmigo misma, sucedió algo. Una de vuestras tías (hablan tanto y tan rápido que ahora mismo ya no sé cuál de ellas fue), compadeciéndose de mí, quiso echarme un cable. O una maldición gitana. O una premonición, no lo sé, porque sus palabras textuales fueron: «Menudo panorama. Solo falta que aparezca un tercero y termine de volverte loca».

Llamadla bruja, porque, contra todo pronóstico, tan solo unos días después el tercero llegó. Y, por un capricho inexplicable del destino, ese es el hombre con el que me voy a casar mañana. 

2 comentarios:

Irdala dijo...

Sigo aquí, ¿eh?, fiel a ti y a la historia.
Muack!

Érika Gael dijo...

Siempre incondicional :). ¡Gracias!