martes, 7 de julio de 2009

La niña sin nombre

Hoy es una fecha especial, así que he decidido conmemorarla recuperando un viejo relato:

La niña sin nombre vino al mundo un día de primavera de 1985, el año en que se creó el Plan Nacional sobre Drogas (una más que necesaria medida preventiva para todos aquellos adictos a la niña sin nombre), a las 20:30 horas, la hora a la que comenzaba el telediario por aquel entonces y que, ese día, se hacía eco de cierta colisión naval en algún alejado mar del mundo.

Vino tarde. Se retrasó el día del alumbramiento, nació a una hora tardía... Tal vez la niña sin nombre intuía que, cuando saliera al exterior, le iba a tocar bregar con una familia en la que todos se creían con derecho a decidir sobre ella. Ésa es una de las principales implicaciones de llegar a una casa donde hasta el miembro más joven te saca un porrón de años. Y la niña sin nombre lo pudo comprobar ese mismo 30 de mayo.

La niña sin nombre se llamó la niña sin nombre porque no tenía nombre. Algunos dirán: "Pues vaya patochada". Ojo con los juicios inmediatos. Que una niña, nueve meses después de haber sido engendrada, e incluso con la delicadeza por su parte de dar unos días más de propina, no tuviera un nombre al nacer no es una patochada. Es un caso de negligencia familiar grave.

Como todos en la familia de la niña sin nombre eran lo suficientemente mayores como para tener voz y voto, todos dieron su propia opinión acerca del nombre que llevaría la niña sin nombre. Durante días, ya fuera sentados a la mesa, en la clínica acompañando a la mamá de la niña sin nombre, o en los trayectos en autobús hasta casa, los miembros de la familia realizaban votaciones, elecciones e, incluso, algún que otro referéndum. Para nada, porque al final el resultado siempre era el mismo:

Votos a favor de que la niña sin nombre se llame Carla: II
Votos a favor de que la niña sin nombre se llame Carlota: II

Porque, además de ser mayores, los miembros de la familia de la niña sin nombre constituían un grupo par.

Y, mientras todo eso sucedía, la niña sin nombre seguía sin un nombre que escribir en la pulserita del hospital. Por ello, las enfermeras acabaron poniendo un "24", que era la habitación donde se alojaba la mamá de la niña sin nombre, y se quedaron más anchas que largas.

Hasta que un día, por fin, uno de los miembros de la familia cedió y se pasó al otro bando (¿Qué no haría una madre por su hija, sobre todo si ésta es la niña sin nombre?). Así, la niña sin nombre se convirtió en Carla.

Sin embargo, para entonces ya había pasado tanto tiempo que a los miembros de la familia de la niña sin nombre (perdón, de Carla), ya les daba lo mismo que se llamase Carla, que Carlota, que ocho, o que ochenta. Y ése es el motivo de que, desde entonces, empleen indistintamente ambos términos para referirse a la niña sin nombre. Y ése es también el motivo, entonces, de que la niña sin nombre creciera sin saber muy bien cómo se llamaba y dándose la vuelta en la calle cada vez que alguien gritaba "Carla!", pero también cada vez que alguien gritaba "Carlota!".

Fue tal el desconcierto de la niña sin nombre al hacerse mayor que, cuando cumplió los cinco años de edad, decidió tirar por tierra los papeles del Registro Civil y pasó a autodenominarse "Paloma", que por aquel entonces le parecía mucho más bonito.

Y, a día de hoy, cuenta la leyenda que aún se da la vuelta por la calle cuando alguien grita "Paloma!".

FIN

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